Artículo de opinión de Pedro Socorro Santana.
Pino Déniz Henríquez, maestra de Utiaca, luchó en 1932 contra el entubamiento del barranco y se reconocieron los derechos históricos de la saca de agua para el abastecimiento público.
Este sábado se celebraba en el pago veguero de Utiaca (San Mateo) una manifestación para protestar por el entubamiento del agua del barranco de La Mina que ha afectado a la fauna y flora del cauce. La convocatoria desenterraba recuerdos de luchas de hacía ocho décadas. El pueblo se vio transportado a 1932 cuando una vecina del lugar, Pino Déniz Henríquez, conocida maestra en la escuela privada de La Yedra, se enfrentaba al mismísimo gobernador civil para lograr que la Heredad de Las Palmas pusiera un abrevadero, un lavadero de veinte plazas y la captación de las aguas corrientes del Guiniguada que bañaban el barrio, cuya sonoridad llegaba hasta el último rincón del pueblo. Esta es la historia de una lucha continua por los derechos históricos de las aguas de La Mina, una gesta de bravura que se ha convertido en una seña de la identidad del pueblo de Utiaca.
Tras quedarse viuda muy joven, doña Pino fue la primera maestra sin título que hubo en La Yedra durante los primeros años de la II República. Le tocó vivir tiempos revueltos y de cambios, demostrando siempre tener unas ideas muy claras, y gran valentía a la hora de enfrentarse a los poderes dominantes, a pesar de haber estado a punto de meterse en serios problemas.
Aquella mujer inquieta y comprometida, de ojos muy vivos, parecía andar siempre a través de los sueños ajenos. Su entrega a los demás fue absoluta, convirtiéndose pronto en alma de cuantas veladas y obras de teatro se celebraban para ayudar a la construcción de la parroquia de Santa Mónica y, también, por defender las aguas del barranco.
Durante la II República, la maestra vive de lleno el problemático ambiente socio agrario de pueblo, oponiéndose con una tenacidad heroica a que se entubaran las aguas del barranco de La Mina y parar una agresión a su medio natural. Señalemos al respecto que, desde finales del siglo XIX, según iba creciendo la ciudad, gracias a un nuevo modelo de desarrollo (puerto, comercio, cultivos de plátanos y tomates?), hubo que optimizar la infraestructura hidráulica de abastecimiento, desde Tejeda a Las Palmas, con destino al riego y al consumo público.
Las heredades de Las Palmas y Dragonal, tan celosas de sus aguas, con sus celadores y acequieros en perpetua vigilancia, solicitaron al Gobierno autorización para mejorar una servidumbre de acueducto sobre el cauce del barranco de Utiaca, que llevaba un torrente continuo de agua que en invierno se desbordaba y en verano menguaba, pero que siempre se mantenía ahí, constante y duradero, barranco abajo. Como única razón de la pérdida de agua por filtraciones, el proyecto contemplaba colocar una tubería de hormigón de 390 metros de longitud para entubar las aguas de la acequia, atravesando algunos terrenos particulares. Bastó iniciar aquella obra para prenderlo todo.
La incoación del expediente mantuvo siempre atento a los vecinos de Utiaca que, en el verano de 1932 y encabezados por doña Pino, se opusieron a la concesión del permiso a la Heredad si antes no se reconocían sus derechos históricos de la saca de agua para el abastecimiento público, abrevadero, lavadero y riego de las plantaciones de coles, lechugas, ñames, calabaceras, berros y jaramagos que desde tiempo inmemorial realizaban los vecinos en las orillas del cauce para garantizar en sus viviendas el potaje del día.
Aquel acontecimiento sacudió la habitual modorra y el tedio entre los pueblerinos y había encendido la duda hasta en el más prudente de los lugareños, como don Salvador González, el dueño del molino, que puso el grito en el cielo por los perjuicios que podría sufrir su pequeña industria, si se le privase o disminuyese el caudal de agua que movía las aspas. El ayuntamiento tomó cartas en el asunto, comprometiéndose incluso con una inversión en la zona.
“Siendo de necesidad el reconocimiento de las aguas que siempre han servido de abastecimiento, abrevaderos y lavaderos del pago de Utiaca, por ingenieros y abogados, con el fin de protegerlas de las distracciones que pudieran llevar a cabo las Heredades, dueñas de los sobrantes, se acordó que en el presupuesto del próximo ejercicio se consigne la suma de 325 pesetas para este fin”. Era el acuerdo municipal del 10 de noviembre de 1932.
Doña Pina, como era conocida con respeto y admiración en la zona, se había convertido en una pionera líder vecinal a la que todos apoyaban, y valoraban su astucia y determinación para llevar a cabo lo que se proponía.
Crecida en su confianza, ya al inicio de la posguerra, volvió a comparecer ante el Gobierno Civil, acompañada de numerosos vecinos que poco a poco iban perdiendo el temor que les atenazaba. Según manifestaron a la autoridad, la Heredad incumplía las condiciones fijadas por la Jefatura de Obras Públicas y ellos, inflexibles, solicitaron nuevo amparo a la autoridad civil, ratificando su decidida oposición a que se modificara la conducción de las aguas.
Los campesinos reclamaban que la Heredad de Las Palmas debía ejecutar un pilar de agua, un abrevadero de tres metros de longitud para el ganado y un lavadero para veinte plazas en el cauce del Guiniguada. Se amparaban en que la Ley de Aguas, aprobada ese año de 1932, concedía el derecho de sacas de agua y la indemnización de los perjuicios ocasionados.
Durante un tiempo, las aspiraciones sociales de los vecinos estuvo a punto de acabar asfixiadas por la burocracia caciquil y todopoderosa que entonces dominaban los organismos públicos, pero al fin se atendió la demanda vecinal, aunque con la advertencia del gobernador Plácido Álvarez Buylla y Díaz Villamil (1898-1971), que nunca más permitiría cualquier petición en grupo, lo que reflejaba la autoridad emanada de la dictadura que ostentaba aquel teniente coronel que había participado en la revolución de Asturias.
El 21 de marzo de 1941, para satisfacción general, se ejecutaron las obras públicas demandadas. Llegaba a su fin la lucha vecinal que puso al frente a una mujer decisiva que dejó con su ejemplo, trabajo y tenacidad un legado de su lucha por el bienestar de sus vecinos, más allá del aula y de la desconsideración social que debió soportar en aquella sociedad que le tocó vivir.
Su recuerdo, no obstante, sigue presente en la memoria colectiva desde su fallecimiento, acaecido el 29 de agosto de 1948 en su domicilio de La Yedra. No en vano, Gerardo Morales Gutiérrez, maestro jubilado de ese lugar, sugería en 2016, en su pregón de las fiestas de Utiaca, que se dedicara a doña Pino un especial homenaje en un futuro cercano.
Y es que, gracias a esta maestra de la vida, los vecinos comenzaron a ver sus derechos respetados, a sacudirse la visión pequeña, dócil y pueblerina que tenían y mirar a sus problemas a través de los ojos de ella. Las circunstancias y su compromiso llevaron a doña Pino Déniz a ser protagonista de la historia íntima de Utiaca, ese lugar donde ahora mueren las aguas, resecando su piel.
Pedro Socorro es cronista oficial de la Villa de Santa Brígida.
Este artículo fue publicado en el periódico de La Provincia el día 27 de mayo de 2018 en su versión de papel e internet.
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